Hace algunos años ya, viví la maravillosa experiencia de convertirme en padre. Había ya traspasado la frontera de los cincuenta y en mi horizonte se asomaba amenazante, la ruta del descenso; aquel sendero sin vuelta que marca el inicio del final. Sin embargo, a esa edad, estaba siendo protagonista de la llegada de amado Lucas, quien desde el bendito vientre de mi mujer, se asomaba al mundo con la confianza propia del que se sabe amado aun antes de nacer.
Era mi primer y único hijo y aunque, en un cuento que me había contado repetidamente de manera privada, la madurez de mi edad me permitiría aproximarme a la experiencia de ser padre con “un nivel de entendimiento diferente”. Cuan equivocado estaba.
Debo reconocer que durante mucho tiempo y a propósito de lo transmitido en múltiples entrenamientos realizados, dirigí muchas “escuelas para padres” suponiendo que el solo hecho de conocer de los modelos de la programación mental y de la transformación personal, me permitirían abordar la experiencia de “ser padres” con la autoridad del que si sabe. También me di cuenta que no era suficiente conocer de estos modelos. Había que vivir la experiencia.
Siempre me imaginé que la experiencia de la madre al parir a su hijo era de una trascendencia sin igual y en conversaciones interminables con mi mujer, tratábamos de dilucidar este tremendo calibre de magia pura; maternar, entregar la leche nutriente, fusionarse emocionalmente con el bebe, seguir las intuiciones mas allá de lo que los médicos y pediatras te indican, vivir el puerperio, en fin de todo lo que significa ser madre.
De lo que pocas veces conversamos, fue del intrincado camino del padre para poder entender lo que nos pasa, el que hacer, el como apoyar, el no huir despavoridos al refugio del trabajo y hacernos cargo de que nuestra vida cambió para siempre.
Era padre de una hermosa criatura y contenedor de la madre que lo trajo al mundo y absolutamente ignorante respecto de cómo lidiar en un escenario de torpezas masculinas, de incertidumbre, de desesperación al no saber que hacer ni como actuar, sin darme cuenta la mayor parte de las veces que la clave estaba en mi mismo y que mi único rol, era entregar desmedidamente amor. Amor del mas puro, tanto a la criatura como a su madre.
Tampoco estaba seguro si sabía como entregar amor; siempre fui torpe en el mundo de los afectos y esta vez no quería fallar.
No era finalmente tan relevante cambiar pañales, ni siquiera cargar con desesperación a nuestro bebe en brazos (aunque siempre recomendable). Sólo se requería amar, decirlo incansablemente y estar presente, estar disponible, preguntar en que puedo ser útil, en que puedo ayudar.
Hoy mi pequeño tiene cuatro años y medio. Es hermoso y aunque siento que la ruta no ha sido fácil y probablemente no lo siga siendo, siento también que la única clave es seguir entregando de manera incondicional el amor de padre y de pareja que a la larga, pareciera contener las claves ocultas de la energía masculina; de aquella que contiene, que cohesiona y mantiene unido y que quizás, nos revele el verdadero sentido del rol del difícil arte de ser padres.
Un saludo afectuoso por estos días a todos aquellos silenciosos aprendices que se asoman a la maravillosa experiencia de vivir la paternidad sin mediar escuela alguna.
La sonrisa luminosa de tu pequeño será siempre tu recompensa y finalmente, y nuevamente especulo, la dichosa sensación del deber cumplido al mirar en los ojos de tu hijo, las banderas de la verdadera libertad, de la pasión por la vida, del amor nutriente que recibió cuando fue pequeño y de la confianza infinita con la que se para en el planeta haciendo de su vida, una experiencia plena de conciencia, amor y felicidad.
Que hayan tenido un hermoso día Padres Aprendices!!