Conversaba hace algunos días con un directivo de la industria minera con respecto a su decisión de posponer un programa formativo en competencias de liderazgo para su línea de supervisores. De manera muy seria me argumentaba que debido al complejo escenario de la industria en general, los costos y el precio de los minerales, lo mejor era dejarlo para más adelante.
Su opinión, más allá de ser válida, deja al descubierto cómo en esa organización funcionan, sin darse cuenta, bajo el paradigma tayloriano, en donde a la hora de los ajustes lo que realmente importa es la producción y estos “temas blandos”, ya los dejaremos para “tiempos más holgados”. Estas declaraciones no hacen más que revelar la concepción que tenemos de la dimensión humana de la productividad, del fenómeno del liderazgo e, incluso, del ser humano.
Taylor, notable pensador de inicios del siglo pasado, se inserta en la corriente del patriarcado, vigente en nuestras sociedades desde hace muchos siglos, y se instala en el mundo de las organizaciones consolidando al jefe como “capataz” y a sus “sub-ordinados”, como los que están bajo sus órdenes. Este principio rector nos ha acompañado durante casi dos siglos en nuestras compañías, generando desconfianzas, miedo, accidentabilidad y también una baja productividad.
Bajo este paradigma imperante, los liderazgos al servicio de los colaboradores, los equipos conectados y, por supuesto, la innovación y el engagement sincero, no son más que cuentos de hadas, que estarán disponibles en tanto “la situación lo permita”. Porque, finalmente, estas iniciativas nos permiten mostrarnos como una compañía que se preocupa por las personas, aunque en el fondo funcionemos en la lógica del sometimiento y el control.
Actualmente, los escenarios son complejos y quizás en muchas partes reine la reivindicación de las miradas más duras y desatendiendo el crecimiento de las personas, aunque, paradójicamente, son estas mismas personas las que, empoderadas, pueden permitir navegar con mayor tranquilidad en aguas turbulentas.